Comparacion de mitos diferentes
Eclipse solar y eclipse lunar
Mito coreano. Versión de Pegang Juang
En ese alto cielo, lejos de la Tierra, hay innumerables naciones. Todas
las estrellas que brillan en el cielo constituyen esas naciones. Hay muchas
más naciones en el cielo que en la Tierra. Y más extrañas.
Entre esas incontables naciones había un país llamado “País de la Oscu-
ridad”. Como su nombre indica, era un país dominado por las tinieblas.
No se veía el Sol ni la Luna. En él vivían muchos perros feroces y temibles
llamados “perros de fuego”. El rey de ese país vivía amargado porque su
reino permanecía en la total oscuridad.
—¿No habrá manera de iluminar mi reino? —se decía.
Después de mucho cavilar, decidió robarle a la Tierra su Sol y su Luna.
No tenía otra alternativa. Aquel rey vivía celoso del Sol y la Luna que flo-
taban en el cielo de la Tierra.
Un día, el rey decidió enviar a la Tierra al perro de fuego más feroz e
indomable. “¡Ve y tráeme el Sol!”, ordenó al perro de fuego. Volando, el
perro más feroz e indomable partió rumbo al cielo de la Tierra. Una masa
roja como una bola de fuego surcó el espacio. El perro cogió entre sus
fauces al Sol, de una mordida.
El Sol quemaba y obligó al perro a escupir aquella masa
incandescente. Todo el hocico le ardía. Intentó morderlo
de nuevo, pero cada vez que lo hacía tenía que soltarlo. La
bola de fuego era demasiado caliente. Desistió de su intento
y tuvo que regresar agotado al reino de las tinieblas.
El rey del “País de la Oscuridad” regañó severamente al
perro que regresó sin el Sol. Entonces, el rey pensó que si
no podía llevarle el Sol, al menos podría llevarle la Luna.
Ordenó, pues, al perro que le trajera la Luna. “¡Tráeme la
Luna! Como no es caliente, no tienes excusa para no cum-
plir mi orden”, le dijo al perro de fuego.
Con valor renovado, el perro surcó el cielo de la noche
rumbo a la Luna que flotaba en el cielo con su luz blanca.
Al perro le pareció que la Luna no sería tan caliente porque
no se oía el chisporroteo de las llamas. “Esto resultará fácil”,
pensó el perro, confiado.
Mordió la Luna con todas sus fuerzas. Creía que iba a des-
trozarla, pero comprobó que era dura. ¿Qué pasó? Apenas la
mordió tuvo que escupirla, atemorizado. La Luna estaba hela-
da, más fría que el hielo. No podía sostenerla entre los dientes,
de tal modo que tampoco pudo transportar la Luna a su reino.
q Pintura budista del Templo
Tongdosa, en Corea. Una de las
religiones más importantes en
Corea es el budismo. Los budistas
siguen las enseñanzas de Buda,
quien vivió en una antigua región
de India entre los siglos VI y V
a. C., aproximadamente. El
budismo, en palabras sencillas,
prescribe un método que se debe
seguir para que el ser humano
alcance la armonía con su
entorno y logre un equilibrio entre
lo material y lo espiritual.
cavilar: pensar, meditar,
reflexionar.
incandescente: ardiente ,
encendida por acción del
calor.
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TEXTOS EN DIÁLOGO
164 Unidad 3 - Voces del origen
El rey del “País de la Oscuridad” no cejó en su empeño. Cuando lo cree
oportuno, sigue enviando un perro de fuego con la misión de robarle a la
Tierra su Sol y su Luna. Es obvio que nunca lo consigue porque el perro
de fuego regresa siempre sin nada en el hocico.
Cuando el perro de fuego muerde el Sol o la Luna, la parte mordida se
oscurece. La gente habla, entonces, de “eclipse de Sol” o “eclipse de Luna”.
Al perro se le llamó “perro de fuego” porque muerde el fuego. La escena
puede verse desde la Tierra, pero la mordida del Sol no puede verse di-
rectamente, porque el Sol brilla demasiado. Se puede ver si se mira el Sol
reflejado en una jofaina llena de tinta negra. Dicen algunos que, cuando
hay eclipse de Luna, puede verse —de la misma manera— al perro de
fuego mordiendo y escupiendo la Luna.
La madre que
se convirtió en polvo
Mito africano. Versión de Kasiya Makaka Phiri
El Sol tuvo hace mucho tiempo una hija. Igual que su padre, era una
estrella de gran resplandor, que vivía en el resplandor aún mayor del Sol.
Calzaba zapatos de relucientes bengalas y se adornaba los dedos, los tobillos,
las muñecas y el cuello con chispas recogidas de las estrellas fugaces. Relucía
con fulgurante brillo y alumbraba el vacío que hay más allá del Sol y al que
llaman cielo. Allí reinaba y gobernaba con gran sabiduría, amor y compasión.
Cierto día en que hacía su ronda de inspección de los innumerables pla-
netas del vasto universo, divisó un planeta en un rincón apartado. Estaba
muy lejos, casi fuera del alcance del Sol. Era de todas las tonalidades del
verde y del azul. Después de mirarlo bien otra vez, la estrella le dijo al Sol:
—Ahí, en ese planeta, es donde quiero instalar mi trono. Quiero pasar la
vida entre la exuberancia del verde y la frescura del azul.
El Sol suspiró. Contempló el intenso brillo de la estrella y volvió a suspirar.
Sus ojos alcanzaban a ver los años venideros del futuro distante.
—Es todo tuyo —dijo—. Puedes ir adonde quieras. Puedes hacer lo que
te plazca. Pero que sepas que tendrás que desprenderte de la mayoría de
tus poderes y dejarlos aquí. Tu brillante manto de luz pura, tus zapatos de
bengalas, tus ajorcas, brazaletes y collares con el centelleo de los luceros del
alba y las estrellas crepusculares, nada de eso podrás llevártelo. El delicado
verdor del planeta no soportaría el calor de tu resplandor y el azul se secaría
por completo. Ahora bien, a cambio de tu brillante vestimenta, puedes pedir
tres deseos que se te concederán incondicionalmente.
—Muy bien —respondió la estrella—. Permíteme que lo piense.
Estuvo pensándolo años y años. Porque así funcionan las cosas de las
estrellas y del Sol en el vasto universo. Todo tarda años y años en suceder,
aunque para ellos sea como si solo hubiera transcurrido un instante. Al final,
después de haberlo meditado bien, la estrella tomó una decisión.
Aceptó desprenderse de su manto, dejar su capa de luz de alba, sus zapatos
de bengalas, sus sandalias de luz de atardecer y sus zapatillas de resplandor
crepuscular. Entregó al Sol las deslumbrantes prendas y luego dijo:
—Ya estoy lista para partir hacia el planeta verde y azul, seré su madre.
—Llévate todo lo que necesites. Que sepas que aquí te echaremos mucho
en falta, aunque día a día te tendremos a la vista. Y no olvides que siempre
te recibiremos con los brazos abiertos si regresas —dijo el Sol—. Claro que,
por desgracia, con tu nuevo cuerpo, nuestro resplandor quizás no te resulte
siempre agradable en ese pequeño planeta.
resplandor: luz muy clara
que arroja o despide el Sol u
otro cuerpo luminoso.
fulgurante: que brilla
intensamente.
exuberancia: abundancia,
riqueza.
venidero: que está por venir.
ajorca: argolla de oro o plata
para adornar las muñecas,
los brazos o pies.
Lee los siguientes mitos subrayando sus ideas centrales.
Antes de leer
• ¿Qué similitudes y
diferencias crees que
podrías encontrar
entre los mitos de
culturas tan distintas
como la africana,
la coreana y la
chibcha? Escríbelas
en tu cuaderno y, al
terminar la lectura,
comprueba tus
respuestas.
Unidad
3
Lengua y Literatura 7 159 o
básico
Alrededor del Sol fueron diseminados los anillos, ajorcas, brazaletes y co-
llares de la estrella, formando una larga cola de estrellas, bengalas, polvo de
estrellas y centellas que se extendió por el cielo como un reguero de leche de-
rramada. Los dispusieron de tal forma que fueran visibles desde el planeta verde
y azul, para que la estrella tuviera un constante recordatorio de sus orígenes. •1
Y, al fin, partió la hija del Sol, primero cabalgando sobre una estrella fu-
gaz que se movía a toda velocidad por el tiempo y el espacio. Luego montó
sobre un rayo de luz en la tenue alborada, pero aún le quedaba un largo
camino por recorrer. La estrella llevaba consigo una azada, un almirez con
su mano, una criba para aventar el grano, un cántaro para guardar agua, un
puchero de cocina, platos hechos de bambú y de madera, una hachuela, una
estera y un gran lienzo de tela para cubrirse. Al final, montó en el primer
haz luminoso que había de llegar al planeta verde y azul.
Al tomar tierra en el planeta, comprendió por qué se veía tan verde desde las
lejanías del cielo. Su corazón se esponjó y se volvió aún más tierno cuando vio
lo hermosos que eran los bosques y las praderas. Contempló amorosamente
las plantas y ellas se irguieron alborozadas bajo su mirada, y el verdor se hizo
más intenso. Había arbustos por aquí, árboles por allá y, más allá, flores con
la multitud de colores que encerraba la luz que la había traído desde su lejano
hogar: amarillo, naranja, azul, violeta, blanco, rosa, verde limón, lima, azul
celeste, aguamarina y los infinitos tonos y matices intermedios.
—Hijos, quiero tener hijos. Hijos a montones —dijo—. Quiero tener
hijos a quienes amar. Hijos que correteen por la hierba. Que canten, que
rían y cuyas voces resuenen en las laderas de los montes. Hijos a los que
llamar a mi lado para acariciarlos, y cuando sea vieja y desvalida, hijos que
me cuiden. Hijos que sean mi fortaleza cuando la vida me haga desfallecer y
me debilite. Y cuando me llegue la hora, hijos que me tiendan para reposar.
El deseo se le concedió y tuvo hijos. ¡Muchísimos hijos! La rodeaban
por todos lados. Por un costado y por el otro, por delante y por detrás.
Había hijos varones altos, ágiles y tan fuertes que se sostenían sobre una
pierna durante horas y horas. Y había hijos varones amables y delicados, que
volcaban su afecto y compasión incluso sobre quienes no eran capaces de
correr deprisa ni de estar de pie mucho tiempo. Había hijas altas y fuertes
como sus hermanos, que pasaban todo el día corriendo y brincando como
gacelas de las praderas sin cansarse lo más mínimo. Y había hijas tiernas
y encantadoras como las flores, amorosas como madres, afectuosas como
hermanos y compasivas como padres. Todos querían estar cerca de la hija
del Sol y la llamaban Madre.
Y así la estrella, la hija del Sol, que había reinado en el cielo con incon-
mensurable brillo, se convirtió en la Madre de Todas las Criaturas nacidas en
el planeta verde y azul. A todas las amaba y por todas se desvivía, ya fueran
altas o bajas, gruesas o espigadas, de piel oscura, pálida o dorada. A todas
las cuidaba día y noche.
se convirtió en polvo
Mito africano. Versión de Kasiya Makaka Phiri
El Sol tuvo hace mucho tiempo una hija. Igual que su padre, era una
estrella de gran resplandor, que vivía en el resplandor aún mayor del Sol.
Calzaba zapatos de relucientes bengalas y se adornaba los dedos, los tobillos,
las muñecas y el cuello con chispas recogidas de las estrellas fugaces. Relucía
con fulgurante brillo y alumbraba el vacío que hay más allá del Sol y al que
llaman cielo. Allí reinaba y gobernaba con gran sabiduría, amor y compasión.
Cierto día en que hacía su ronda de inspección de los innumerables pla-
netas del vasto universo, divisó un planeta en un rincón apartado. Estaba
muy lejos, casi fuera del alcance del Sol. Era de todas las tonalidades del
verde y del azul. Después de mirarlo bien otra vez, la estrella le dijo al Sol:
—Ahí, en ese planeta, es donde quiero instalar mi trono. Quiero pasar la
vida entre la exuberancia del verde y la frescura del azul.
El Sol suspiró. Contempló el intenso brillo de la estrella y volvió a suspirar.
Sus ojos alcanzaban a ver los años venideros del futuro distante.
—Es todo tuyo —dijo—. Puedes ir adonde quieras. Puedes hacer lo que
te plazca. Pero que sepas que tendrás que desprenderte de la mayoría de
tus poderes y dejarlos aquí. Tu brillante manto de luz pura, tus zapatos de
bengalas, tus ajorcas, brazaletes y collares con el centelleo de los luceros del
alba y las estrellas crepusculares, nada de eso podrás llevártelo. El delicado
verdor del planeta no soportaría el calor de tu resplandor y el azul se secaría
por completo. Ahora bien, a cambio de tu brillante vestimenta, puedes pedir
tres deseos que se te concederán incondicionalmente.
—Muy bien —respondió la estrella—. Permíteme que lo piense.
Estuvo pensándolo años y años. Porque así funcionan las cosas de las
estrellas y del Sol en el vasto universo. Todo tarda años y años en suceder,
aunque para ellos sea como si solo hubiera transcurrido un instante. Al final,
después de haberlo meditado bien, la estrella tomó una decisión.
Aceptó desprenderse de su manto, dejar su capa de luz de alba, sus zapatos
de bengalas, sus sandalias de luz de atardecer y sus zapatillas de resplandor
crepuscular. Entregó al Sol las deslumbrantes prendas y luego dijo:
—Ya estoy lista para partir hacia el planeta verde y azul, seré su madre.
—Llévate todo lo que necesites. Que sepas que aquí te echaremos mucho
en falta, aunque día a día te tendremos a la vista. Y no olvides que siempre
te recibiremos con los brazos abiertos si regresas —dijo el Sol—. Claro que,
por desgracia, con tu nuevo cuerpo, nuestro resplandor quizás no te resulte
siempre agradable en ese pequeño planeta.
resplandor: luz muy clara
que arroja o despide el Sol u
otro cuerpo luminoso.
fulgurante: que brilla
intensamente.
exuberancia: abundancia,
riqueza.
venidero: que está por venir.
ajorca: argolla de oro o plata
para adornar las muñecas,
los brazos o pies.
Lee los siguientes mitos subrayando sus ideas centrales.
Antes de leer
• ¿Qué similitudes y
diferencias crees que
podrías encontrar
entre los mitos de
culturas tan distintas
como la africana,
la coreana y la
chibcha? Escríbelas
en tu cuaderno y, al
terminar la lectura,
comprueba tus
respuestas.
Unidad
3
Lengua y Literatura 7 159 o
básico
Alrededor del Sol fueron diseminados los anillos, ajorcas, brazaletes y co-
llares de la estrella, formando una larga cola de estrellas, bengalas, polvo de
estrellas y centellas que se extendió por el cielo como un reguero de leche de-
rramada. Los dispusieron de tal forma que fueran visibles desde el planeta verde
y azul, para que la estrella tuviera un constante recordatorio de sus orígenes. •1
Y, al fin, partió la hija del Sol, primero cabalgando sobre una estrella fu-
gaz que se movía a toda velocidad por el tiempo y el espacio. Luego montó
sobre un rayo de luz en la tenue alborada, pero aún le quedaba un largo
camino por recorrer. La estrella llevaba consigo una azada, un almirez con
su mano, una criba para aventar el grano, un cántaro para guardar agua, un
puchero de cocina, platos hechos de bambú y de madera, una hachuela, una
estera y un gran lienzo de tela para cubrirse. Al final, montó en el primer
haz luminoso que había de llegar al planeta verde y azul.
Al tomar tierra en el planeta, comprendió por qué se veía tan verde desde las
lejanías del cielo. Su corazón se esponjó y se volvió aún más tierno cuando vio
lo hermosos que eran los bosques y las praderas. Contempló amorosamente
las plantas y ellas se irguieron alborozadas bajo su mirada, y el verdor se hizo
más intenso. Había arbustos por aquí, árboles por allá y, más allá, flores con
la multitud de colores que encerraba la luz que la había traído desde su lejano
hogar: amarillo, naranja, azul, violeta, blanco, rosa, verde limón, lima, azul
celeste, aguamarina y los infinitos tonos y matices intermedios.
—Hijos, quiero tener hijos. Hijos a montones —dijo—. Quiero tener
hijos a quienes amar. Hijos que correteen por la hierba. Que canten, que
rían y cuyas voces resuenen en las laderas de los montes. Hijos a los que
llamar a mi lado para acariciarlos, y cuando sea vieja y desvalida, hijos que
me cuiden. Hijos que sean mi fortaleza cuando la vida me haga desfallecer y
me debilite. Y cuando me llegue la hora, hijos que me tiendan para reposar.
El deseo se le concedió y tuvo hijos. ¡Muchísimos hijos! La rodeaban
por todos lados. Por un costado y por el otro, por delante y por detrás.
Había hijos varones altos, ágiles y tan fuertes que se sostenían sobre una
pierna durante horas y horas. Y había hijos varones amables y delicados, que
volcaban su afecto y compasión incluso sobre quienes no eran capaces de
correr deprisa ni de estar de pie mucho tiempo. Había hijas altas y fuertes
como sus hermanos, que pasaban todo el día corriendo y brincando como
gacelas de las praderas sin cansarse lo más mínimo. Y había hijas tiernas
y encantadoras como las flores, amorosas como madres, afectuosas como
hermanos y compasivas como padres. Todos querían estar cerca de la hija
del Sol y la llamaban Madre.
Y así la estrella, la hija del Sol, que había reinado en el cielo con incon-
mensurable brillo, se convirtió en la Madre de Todas las Criaturas nacidas en
el planeta verde y azul. A todas las amaba y por todas se desvivía, ya fueran
altas o bajas, gruesas o espigadas, de piel oscura, pálida o dorada. A todas
las cuidaba día y noche.
Había hijos que caminaban y nunca corrían, y otros que corrían y nunca
caminaban. Había hijos mío-mío, que lo querían todo para sí. Hijos nada, que
jamás pronunciaban más que una palabra: nada. Había hijos enseguida vuelvo,
que no cesaban de ir y venir. Hijos yo no he sido, incapaces de reconocer que
hubieran hecho algo mal. Hijos no sé, hijos ha empezado él, hijos ella se lo ha
buscado, que eran egoístas y desconsiderados, y muchos, muchos más hijos.
La Madre los cuidaba y les traía lluvias y abundancia. Conocedora del
proceder del cielo, les traía también Sol y luminosidad. Y cuando llegaba el
momento de que las plantas descansaran, hacía venir al Otoño y al Invierno
para que las plantas se fueran a dormir.
Cuidaba de las criaturas cuando estaban despiertas y cuando dormían. Era
la primera en levantarse. Empuñaba una gran escoba y barría y limpiaba, y
enseguida estaba lista para trabajar con la azada y cultivar los alimentos que
necesitaban las criaturas. Aunque eran voraces, nunca le faltaba comida para
darles después de tanto correr, cantar, jugar al escondite y a todos los juegos
de los que los chiquillos nunca se cansan. •2
La Madre de Todas las Criaturas era muy fuerte, pero los años empezaron
a ser una pesada carga. Y los hijos de la Tierra habían cambiado. En una
ocasión, se quejó al Sol, diciéndole:
—Están muy cambiados. Ya no significo nada para ellos. Incluso llego a
dudar de que me vean siquiera.
—Recuerda que son tus hijos —le respondió el Sol—. Ellos no te pidieron
que los trajeras al mundo. Trabaja con ellos. Encontrarás un tesoro donde
menos te lo esperes, cuando menos te lo esperes.
Y ella trabajó al servicio de sus hijos, que habían empezado a pelearse por la
posesión de las cosas. En lugar de ayudarse entre sí o de hacer algo por sí mismos,
los hijos siempre estaban quejándose y reclamando su presencia y sus atenciones.
—Ay, tengo sed... Ay, tengo hambre... Ay, quiero esto, quiero lo otro... Có-
geme en brazos, acúname. Tú eres la Madre, tú nos has traído a este mundo.
Ocúpate de nosotros.
Y la Madre de Todas las Criaturas restañaba heridas, alimentaba bocas
hambrientas, regaba gargantas secas y criaba a todos hasta que se convertían
en hombres y mujeres. Entonces se desperdigaban por lugares lejanos, y solo
regresaban de vez en cuando, o no volvían nunca más. Con el tiempo, se
volvieron tan mezquinos y salvajes que empezaron a matarse unos a otros.
El corazón de la Madre se consumía de tristeza. Si antes era de porte ergui-
do y altivo, ahora estaba encorvada bajo el dolor y la vergüenza que sus hijos
hacían recaer en ella, porque la culpaban de todo. Nunca tenían para ella
una palabra amable. Y su corazón sangrante empezó a desgarrarse de pena.
Para consolarse, se ponía a cantar mientras trabajaba. Cantaba con el vien-
to que aullaba y derribaba árboles, y con la brisa fresca que acariciaba el día
al alba, sacando suavemente de su sueño a los pájaros para que cantasen a
coro a la mañana. Cantaba con la lluvia torrencial que se abatía violentamente
p Hans Hillewaert. (2007).
Máscara chewa, tribu de Malaui.
Malaui mantiene muy
arraigada la herencia cultural
de sus tribus o comunidades
originarias. Una muestra de
ello es la conservación de sus
relatos, danzas y también
de su arte. En la imagen, una
máscara de la tribu chewa,
la cual es usada en ritos de
iniciación, matrimonios y otras
celebraciones de carácter
sagrado.
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acunar: mecer al niño en la
cuna o en los brazos para
que se duerma.
restañar: curar las heridas,
aliviar el dolor.
mezquino: egoísta, avaro.
2. ¿Cómo definirías a
la estrella Madre de
Todas las Criaturas?
Hazlo utilizando tres
adjetivos.
Unidad
3
Lengua y Literatura 7 161 o
básico
sobre la tierra, la desgajaba y la arrastraba al mar. Cantaba con la silenciosa
llovizna que caía como un manto de plumas sobre los grandes montes del
mundo. Y, en los lugares más fríos, cantaba con la lluvia que se convertía en
nieve y con la lluvia que se precipitaba en trozos de airado granizo.
Mientras cantaba, escudriñaba el cielo, incluso a plena luz del día, como
si de allí pudiera venirle alguna ayuda. Luego bajaba la vista hacia su labor
y volvía a cantar. A veces, cuando salía a recoger leña en la selva o en las
llanuras pobladas de árboles, hablaba en sus canciones sobre los bosques:
algunos habían sido destrozados por sus hijos dispersos por el mundo,
que talaban los árboles y se llevaban troncos enteros que habían tardado
muchos años en crecer, dejando la tierra destruida y agonizante.
La Madre de Todas las Criaturas sabía que sus hijos no se preocupaban
por la tierra. Excavaban túneles en busca de metales preciosos y dejaban las
heridas abiertas y sangrantes. Y ella, mientras vagaba por la tierra, cantaba
a retazos esta canción, a veces en voz alta, otras veces para sí:
Me aráis y me removéis, y así cosecháis
lo que anhela vuestro corazón,
y luego me abandonáis, desnuda y herida.
Severas sequías me dejan yerma,
las lluvias torrenciales desgarran mi carne,
y quienes pasan de largo, me escarnecen.
Todo lo soporto, todo.
Soy la Madre nacida para dar,
que no conserva nada para sí.
El mundo se alimenta de mí,
y mis hijos me miran sin pestañear,
mientras yazco envenenada por su mano.
Los oídos de sus hijos no captaban la música de la Tierra y, por ello,
no prestaban atención a sus palabras. Solo en algunas ocasiones, cuando
cantaba al anochecer, y solo a veces, la pesadumbre invadía el corazón de
quienes antes fueran hijos afectuosos y compasivos.
Los hijos continuaron diseminándose cada vez más lejos, cada cual con
ansias de expandir sus territorios. Se levantaban cada día para pelearse
por los árboles. Se peleaban por las piedras relucientes. Y delimitaban con
estacas parcelas de tierra.
“Este árbol es mío”, decía uno. “No, es mío”, replicaba otro. Por todas
partes solo se oía decir: “Mío, mío”.
Atrapaban a los pájaros de los bosques y los metían en jaulas donde no
había espacio para volar. Sacaban a los peces de las aguas y los metían en
peceras donde no había espacio para nadar. Mataban a tiros a los anima-
les solo por divertirse, y coleccionaban sus cabezas y sus pieles. A veces,
rodeaban a los animales salvajes y los encerraban en prisiones. Talaban los
bosques y los convertían en eriales.
q Figura de mujer arrodillada,
proveniente de una de las
culturas que habitan en Nigeria,
África. Museo de Brooklyn.
desgajar: romper, desgarrar.
retazo: fragmento de una
reflexión o discurso.
anhelar: desear, ambicionar.
yermo: árido, estéril.
escarnecer: ofender,
humillar.
yacer: estar echado o
acostado.
ansia: deseo.
erial: tierra o campo sin
cultivar.
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TEXTOS EN DIÁLOGO
162 Unidad 3 - Voces del origen
Y cuando la tierra se agotó y la Madre de Todas las Criaturas envejeció, en-
fermó y murió, los hijos no lo lamentaron porque ni siquiera se dieron cuenta.
Al morir, se le concedió su segundo deseo: que sus restos mortales fueran
vestidos de negro y que se le permitiera continuar sirviendo a sus hijos lo
mejor que pudiera. Y, así, aun después de la muerte, trabajaba día y noche,
vestida con una túnica y una capa negras. Ya que no necesitaba dormir, se
afanaba aún más trabajando. Y a sus hijos seguía dándoles igual. Solo sabían
decir: “Dame, dame, dame”, y ella trabajaba a su servicio sin descanso.
Como se había convertido en espíritu, su boca ya no emitía sonidos. Y
sus canciones solo se oían de noche y al romper el día, porque el viento las
encontraba en los valles y los montes que retenían sus ecos.
La Madre cuidaba con especial dedicación a una hija nacida en los prime-
ros tiempos que era muda. Tenía unos ojos hermosísimos y una cabellera
negra y vigorosa, recogida en trenzas adornadas con cuentas. Tal como crecía
su cabellera, así crecía su corazón. Y, a medida que crecía su corazón, sus
brazos y piernas cobraban cada vez mayor vigor. Acabó por convertirse en
una joven preciosa.
Cierto día, mientras realizaba sus faenas, se detuvo repentinamente y alzó
la vista hacia la Madre. Y entonces habló por primera vez.
—Déjame que te ayude, Madre. Siéntate a descansar, por favor.
Su voz era melodiosa y, una vez que hubo hablado, se hizo un silencio
impresionante. Hacía mucho que la bondad había abandonado el planeta y,
en ese momento, todo pareció detenerse, aunque solo fuera por un instante.
La Madre exhaló un suspiro.
—Ah, gracias, hija mía —dijo.
Mediante este acto de generosidad, la Madre quedó liberada. Se desplo-
mó, toda desarticulada, y se convirtió en polvo. Su tarea había concluido.
Entonces se desencadenó un tremendo vendaval que levantó una gran pol-
vareda y la elevó hacia el cielo, donde formó la Luna que vemos hoy. Así se
le concedió su tercer deseo: que una luz tenue brillara sobre ella para que
pudiera ver a sus hijos y el planeta verde y azul todos los meses del año.
Y hasta ahora mismo, la Luna observa todos los meses a sus hijos luchando
y peleándose. Ve a sus hijas, dirigidas por la joven, ocupadas en restañar y
sanar, servir y salvar, como ella lo hacía antes.
Pero los hijos de las hijas de la Luna continúan luchando, peleando y
quejándose. Y la Luna, al verlo, tiene que ocultar el rostro para llorar y juntar
fuerzas para mirar de nuevo, enseñando primero solo una parte de su cara.
Luego la va girando poco a poco hasta que su cara entera irradia amor.
Esa noche, hay quienes captan ese amor y lo transmiten. Entonces, las hijas
de la Luna entonan la canción de quienes están entregados al servicio y, con
ella, formulan otro deseo: que los hijos aprendan de nuevo a amar a su Madre.
caminaban. Había hijos mío-mío, que lo querían todo para sí. Hijos nada, que
jamás pronunciaban más que una palabra: nada. Había hijos enseguida vuelvo,
que no cesaban de ir y venir. Hijos yo no he sido, incapaces de reconocer que
hubieran hecho algo mal. Hijos no sé, hijos ha empezado él, hijos ella se lo ha
buscado, que eran egoístas y desconsiderados, y muchos, muchos más hijos.
La Madre los cuidaba y les traía lluvias y abundancia. Conocedora del
proceder del cielo, les traía también Sol y luminosidad. Y cuando llegaba el
momento de que las plantas descansaran, hacía venir al Otoño y al Invierno
para que las plantas se fueran a dormir.
Cuidaba de las criaturas cuando estaban despiertas y cuando dormían. Era
la primera en levantarse. Empuñaba una gran escoba y barría y limpiaba, y
enseguida estaba lista para trabajar con la azada y cultivar los alimentos que
necesitaban las criaturas. Aunque eran voraces, nunca le faltaba comida para
darles después de tanto correr, cantar, jugar al escondite y a todos los juegos
de los que los chiquillos nunca se cansan. •2
La Madre de Todas las Criaturas era muy fuerte, pero los años empezaron
a ser una pesada carga. Y los hijos de la Tierra habían cambiado. En una
ocasión, se quejó al Sol, diciéndole:
—Están muy cambiados. Ya no significo nada para ellos. Incluso llego a
dudar de que me vean siquiera.
—Recuerda que son tus hijos —le respondió el Sol—. Ellos no te pidieron
que los trajeras al mundo. Trabaja con ellos. Encontrarás un tesoro donde
menos te lo esperes, cuando menos te lo esperes.
Y ella trabajó al servicio de sus hijos, que habían empezado a pelearse por la
posesión de las cosas. En lugar de ayudarse entre sí o de hacer algo por sí mismos,
los hijos siempre estaban quejándose y reclamando su presencia y sus atenciones.
—Ay, tengo sed... Ay, tengo hambre... Ay, quiero esto, quiero lo otro... Có-
geme en brazos, acúname. Tú eres la Madre, tú nos has traído a este mundo.
Ocúpate de nosotros.
Y la Madre de Todas las Criaturas restañaba heridas, alimentaba bocas
hambrientas, regaba gargantas secas y criaba a todos hasta que se convertían
en hombres y mujeres. Entonces se desperdigaban por lugares lejanos, y solo
regresaban de vez en cuando, o no volvían nunca más. Con el tiempo, se
volvieron tan mezquinos y salvajes que empezaron a matarse unos a otros.
El corazón de la Madre se consumía de tristeza. Si antes era de porte ergui-
do y altivo, ahora estaba encorvada bajo el dolor y la vergüenza que sus hijos
hacían recaer en ella, porque la culpaban de todo. Nunca tenían para ella
una palabra amable. Y su corazón sangrante empezó a desgarrarse de pena.
Para consolarse, se ponía a cantar mientras trabajaba. Cantaba con el vien-
to que aullaba y derribaba árboles, y con la brisa fresca que acariciaba el día
al alba, sacando suavemente de su sueño a los pájaros para que cantasen a
coro a la mañana. Cantaba con la lluvia torrencial que se abatía violentamente
p Hans Hillewaert. (2007).
Máscara chewa, tribu de Malaui.
Malaui mantiene muy
arraigada la herencia cultural
de sus tribus o comunidades
originarias. Una muestra de
ello es la conservación de sus
relatos, danzas y también
de su arte. En la imagen, una
máscara de la tribu chewa,
la cual es usada en ritos de
iniciación, matrimonios y otras
celebraciones de carácter
sagrado.
Wikimedia Commons
acunar: mecer al niño en la
cuna o en los brazos para
que se duerma.
restañar: curar las heridas,
aliviar el dolor.
mezquino: egoísta, avaro.
2. ¿Cómo definirías a
la estrella Madre de
Todas las Criaturas?
Hazlo utilizando tres
adjetivos.
Unidad
3
Lengua y Literatura 7 161 o
básico
sobre la tierra, la desgajaba y la arrastraba al mar. Cantaba con la silenciosa
llovizna que caía como un manto de plumas sobre los grandes montes del
mundo. Y, en los lugares más fríos, cantaba con la lluvia que se convertía en
nieve y con la lluvia que se precipitaba en trozos de airado granizo.
Mientras cantaba, escudriñaba el cielo, incluso a plena luz del día, como
si de allí pudiera venirle alguna ayuda. Luego bajaba la vista hacia su labor
y volvía a cantar. A veces, cuando salía a recoger leña en la selva o en las
llanuras pobladas de árboles, hablaba en sus canciones sobre los bosques:
algunos habían sido destrozados por sus hijos dispersos por el mundo,
que talaban los árboles y se llevaban troncos enteros que habían tardado
muchos años en crecer, dejando la tierra destruida y agonizante.
La Madre de Todas las Criaturas sabía que sus hijos no se preocupaban
por la tierra. Excavaban túneles en busca de metales preciosos y dejaban las
heridas abiertas y sangrantes. Y ella, mientras vagaba por la tierra, cantaba
a retazos esta canción, a veces en voz alta, otras veces para sí:
Me aráis y me removéis, y así cosecháis
lo que anhela vuestro corazón,
y luego me abandonáis, desnuda y herida.
Severas sequías me dejan yerma,
las lluvias torrenciales desgarran mi carne,
y quienes pasan de largo, me escarnecen.
Todo lo soporto, todo.
Soy la Madre nacida para dar,
que no conserva nada para sí.
El mundo se alimenta de mí,
y mis hijos me miran sin pestañear,
mientras yazco envenenada por su mano.
Los oídos de sus hijos no captaban la música de la Tierra y, por ello,
no prestaban atención a sus palabras. Solo en algunas ocasiones, cuando
cantaba al anochecer, y solo a veces, la pesadumbre invadía el corazón de
quienes antes fueran hijos afectuosos y compasivos.
Los hijos continuaron diseminándose cada vez más lejos, cada cual con
ansias de expandir sus territorios. Se levantaban cada día para pelearse
por los árboles. Se peleaban por las piedras relucientes. Y delimitaban con
estacas parcelas de tierra.
“Este árbol es mío”, decía uno. “No, es mío”, replicaba otro. Por todas
partes solo se oía decir: “Mío, mío”.
Atrapaban a los pájaros de los bosques y los metían en jaulas donde no
había espacio para volar. Sacaban a los peces de las aguas y los metían en
peceras donde no había espacio para nadar. Mataban a tiros a los anima-
les solo por divertirse, y coleccionaban sus cabezas y sus pieles. A veces,
rodeaban a los animales salvajes y los encerraban en prisiones. Talaban los
bosques y los convertían en eriales.
q Figura de mujer arrodillada,
proveniente de una de las
culturas que habitan en Nigeria,
África. Museo de Brooklyn.
desgajar: romper, desgarrar.
retazo: fragmento de una
reflexión o discurso.
anhelar: desear, ambicionar.
yermo: árido, estéril.
escarnecer: ofender,
humillar.
yacer: estar echado o
acostado.
ansia: deseo.
erial: tierra o campo sin
cultivar.
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TEXTOS EN DIÁLOGO
162 Unidad 3 - Voces del origen
Y cuando la tierra se agotó y la Madre de Todas las Criaturas envejeció, en-
fermó y murió, los hijos no lo lamentaron porque ni siquiera se dieron cuenta.
Al morir, se le concedió su segundo deseo: que sus restos mortales fueran
vestidos de negro y que se le permitiera continuar sirviendo a sus hijos lo
mejor que pudiera. Y, así, aun después de la muerte, trabajaba día y noche,
vestida con una túnica y una capa negras. Ya que no necesitaba dormir, se
afanaba aún más trabajando. Y a sus hijos seguía dándoles igual. Solo sabían
decir: “Dame, dame, dame”, y ella trabajaba a su servicio sin descanso.
Como se había convertido en espíritu, su boca ya no emitía sonidos. Y
sus canciones solo se oían de noche y al romper el día, porque el viento las
encontraba en los valles y los montes que retenían sus ecos.
La Madre cuidaba con especial dedicación a una hija nacida en los prime-
ros tiempos que era muda. Tenía unos ojos hermosísimos y una cabellera
negra y vigorosa, recogida en trenzas adornadas con cuentas. Tal como crecía
su cabellera, así crecía su corazón. Y, a medida que crecía su corazón, sus
brazos y piernas cobraban cada vez mayor vigor. Acabó por convertirse en
una joven preciosa.
Cierto día, mientras realizaba sus faenas, se detuvo repentinamente y alzó
la vista hacia la Madre. Y entonces habló por primera vez.
—Déjame que te ayude, Madre. Siéntate a descansar, por favor.
Su voz era melodiosa y, una vez que hubo hablado, se hizo un silencio
impresionante. Hacía mucho que la bondad había abandonado el planeta y,
en ese momento, todo pareció detenerse, aunque solo fuera por un instante.
La Madre exhaló un suspiro.
—Ah, gracias, hija mía —dijo.
Mediante este acto de generosidad, la Madre quedó liberada. Se desplo-
mó, toda desarticulada, y se convirtió en polvo. Su tarea había concluido.
Entonces se desencadenó un tremendo vendaval que levantó una gran pol-
vareda y la elevó hacia el cielo, donde formó la Luna que vemos hoy. Así se
le concedió su tercer deseo: que una luz tenue brillara sobre ella para que
pudiera ver a sus hijos y el planeta verde y azul todos los meses del año.
Y hasta ahora mismo, la Luna observa todos los meses a sus hijos luchando
y peleándose. Ve a sus hijas, dirigidas por la joven, ocupadas en restañar y
sanar, servir y salvar, como ella lo hacía antes.
Pero los hijos de las hijas de la Luna continúan luchando, peleando y
quejándose. Y la Luna, al verlo, tiene que ocultar el rostro para llorar y juntar
fuerzas para mirar de nuevo, enseñando primero solo una parte de su cara.
Luego la va girando poco a poco hasta que su cara entera irradia amor.
Esa noche, hay quienes captan ese amor y lo transmiten. Entonces, las hijas
de la Luna entonan la canción de quienes están entregados al servicio y, con
ella, formulan otro deseo: que los hijos aprendan de nuevo a amar a su Madre.
Mito sobre la creación
del Sol y la Luna
Mito chibcha. Versión de Jesús Arango
Nos relata este mito que, en un principio, la Tierra estaba cubierta de
inmensa noche. En ella tan solo habitaban dos seres humanos: el cacique
de la Iraca y su sobrino, el cacique de Ramiriquí. En la tremenda sole-
dad de la lobreguez eterna y la inconcebible monotonía de apenas dos
seres solitarios que poblaban la Tierra, estos decidieron llenarla de seres
humanos para, así, romper la angustia que asolaba sus corazones. De
esta manera fue como, un día, los dos caciques —tío y sobrino— hi-
cieron varios muñecos de barro, imitando al hombre, mientras que,
simultáneamente, confeccionaban otros cuerpos, esbeltos y hermosos,
de unos juncos o varas huecos, y formaron a la mujer. Con el soplo
divino del supremo creador, las estatuillas cobraron vida, y animándose,
corrieron alegres por todas las campiñas. Así se formó la raza humana.
No obstante, las tinieblas continuaban sumiendo la Tierra y los hombres
en la más desesperante oscuridad.
Unidad
3
cejar: ceder, abandonar.
jofaina: vasija grande en
forma de taza para lavarse la
cara y las manos.
Lengua y Literatura 7 165 o
básico
Apesadumbrado el cacique de la Iraca con esta negrura eterna, le pidió
a su sobrino, el cacique de Ramiriquí, que fuese a las alturas a traerle al
mundo el consuelo de la luz. El cacique, con prontitud, inició su ascen-
so al cosmos ilímite. Subía, subía el cacique de Ramiriquí por el inmenso
vacío. A tal altura llegó que, de súbito, se convirtió en un astro fulgente,
que iluminó con sus rayos esplendorosos la tierra y la humanidad. ¡El
cacique de Ramiriquí se había tornado en el Sol! Muy pronto, con la luz
deslumbrante del astro rey, la pupila humana se alegró del paisaje, de
las flores, del agua, que formaban un conjunto de belleza incomparable.
La humanidad no conocía dicha igual, porque, además de tan hermoso
espectáculo que le brindaba la luz sobre la Tierra, recibía calor para enti-
biarse en los crudos inviernos, como también porque hacía germinar las
plantas que le daban alimento fácil y seguro. Su dicha no conocía límites.
Mas el cacique de Iraca no estaba del todo satisfecho, ya que durante
parte del tiempo caían espesas sombras, como las que otrora acon-
gojaran a los espíritus. Esto es, a la luz le seguía la oscuridad, con su
negrura y su frío. Acongojado el cacique, quiso darles a la Tierra y a la
humanidad una luz que les iluminase también en las noches. Tomó la
misma ruta que antes siguiera su sobrino, el cacique de Ramiriquí, que
se había tornado en el astro rey, soberano de las alturas. El cacique de la
Iraca ascendió a distancias vertiginosas y, pronto, él mismo se convirtió
en otro astro, luminoso, sí, pero menos incandescente: en la Luna. Este
nuevo luminar le dio al mundo una luz tenue en las noches, mas no
tenía el esplendor, ni el calor del Sol. No obstante, era una promesa en
los cielos, una compañía en las soledades de la noche, que amparaba al
hombre hasta que renaciese en las alturas el Sol magnífico y esplendente.
En esta forma, la Tierra y la humanidad, disipadas las tinieblas,
adoraron en las altas cumbres de la bóveda celeste sus dos luminares
majestuosos: el Sol y la Luna.
del Sol y la Luna
Mito chibcha. Versión de Jesús Arango
Nos relata este mito que, en un principio, la Tierra estaba cubierta de
inmensa noche. En ella tan solo habitaban dos seres humanos: el cacique
de la Iraca y su sobrino, el cacique de Ramiriquí. En la tremenda sole-
dad de la lobreguez eterna y la inconcebible monotonía de apenas dos
seres solitarios que poblaban la Tierra, estos decidieron llenarla de seres
humanos para, así, romper la angustia que asolaba sus corazones. De
esta manera fue como, un día, los dos caciques —tío y sobrino— hi-
cieron varios muñecos de barro, imitando al hombre, mientras que,
simultáneamente, confeccionaban otros cuerpos, esbeltos y hermosos,
de unos juncos o varas huecos, y formaron a la mujer. Con el soplo
divino del supremo creador, las estatuillas cobraron vida, y animándose,
corrieron alegres por todas las campiñas. Así se formó la raza humana.
No obstante, las tinieblas continuaban sumiendo la Tierra y los hombres
en la más desesperante oscuridad.
Unidad
3
cejar: ceder, abandonar.
jofaina: vasija grande en
forma de taza para lavarse la
cara y las manos.
Lengua y Literatura 7 165 o
básico
Apesadumbrado el cacique de la Iraca con esta negrura eterna, le pidió
a su sobrino, el cacique de Ramiriquí, que fuese a las alturas a traerle al
mundo el consuelo de la luz. El cacique, con prontitud, inició su ascen-
so al cosmos ilímite. Subía, subía el cacique de Ramiriquí por el inmenso
vacío. A tal altura llegó que, de súbito, se convirtió en un astro fulgente,
que iluminó con sus rayos esplendorosos la tierra y la humanidad. ¡El
cacique de Ramiriquí se había tornado en el Sol! Muy pronto, con la luz
deslumbrante del astro rey, la pupila humana se alegró del paisaje, de
las flores, del agua, que formaban un conjunto de belleza incomparable.
La humanidad no conocía dicha igual, porque, además de tan hermoso
espectáculo que le brindaba la luz sobre la Tierra, recibía calor para enti-
biarse en los crudos inviernos, como también porque hacía germinar las
plantas que le daban alimento fácil y seguro. Su dicha no conocía límites.
Mas el cacique de Iraca no estaba del todo satisfecho, ya que durante
parte del tiempo caían espesas sombras, como las que otrora acon-
gojaran a los espíritus. Esto es, a la luz le seguía la oscuridad, con su
negrura y su frío. Acongojado el cacique, quiso darles a la Tierra y a la
humanidad una luz que les iluminase también en las noches. Tomó la
misma ruta que antes siguiera su sobrino, el cacique de Ramiriquí, que
se había tornado en el astro rey, soberano de las alturas. El cacique de la
Iraca ascendió a distancias vertiginosas y, pronto, él mismo se convirtió
en otro astro, luminoso, sí, pero menos incandescente: en la Luna. Este
nuevo luminar le dio al mundo una luz tenue en las noches, mas no
tenía el esplendor, ni el calor del Sol. No obstante, era una promesa en
los cielos, una compañía en las soledades de la noche, que amparaba al
hombre hasta que renaciese en las alturas el Sol magnífico y esplendente.
En esta forma, la Tierra y la humanidad, disipadas las tinieblas,
adoraron en las altas cumbres de la bóveda celeste sus dos luminares
majestuosos: el Sol y la Luna.
Quetzalcoatl y el Mito de la Creación
Ometecuhtli y Omecihuatl, el Señor y la Señora de la Dualidad en la religión azteca, tuvieron cuatro hijos. Cuatro encarnaciones del Sol.A ellos les encomendaron la tarea de crear el mundo, de dar vida a los otros dioses y finalmente a la raza humana que los adoraría.
Cada hermano representaba un orden, un tiempo, un espacio, un punto cardinal y un color. El rojo se llamó Xipe Totec. El negro, Tezcatlipoca. El azul, Huitzilopochtli. Y el blanco, Quetzalcóatl.
Quetzalcóatl, a quien los hombres también llamaron “gemelo precioso”, fue el dios civilizador y de los sortilegios. Inventor de las artes, de la orfebrería y del tejido era, por su enorme sabiduría, de piel y barba blancas. También fue llamado “Señor de todo lo que es doble”. A diferencia de su hermano azul, Huitzilopochtli, que era un dios guerrero y reclamaba continuamente derramamientos de sangre, o del negro Tezcatlipoca, que era amo y señor de la noche, Quetzalcóatl no deseaba sacrificios humanos en su honor. Su reino era el claro atardecer.
Cuando los hermanos comenzaron su tarea, cuatro mundos, cuatro soles y cuatro humanidades fueron sucesivamente creadas y destruidas.
La primera humanidad fue devorada por tigres. La segunda, convertida en monos. La tercera, transformada en pájaros. La cuarta, convertida en peces.
Quetzalcóatl, acompañado de una de sus encarnaciones gemelas llamada Xolotl, descendió a los infiernos, de donde alcanzó a robar una astilla de hueso de una de las humanidades anteriores para crear la nuestra, rociándola con su propia sangre. El Señor de la Morada de los Muertos no pudo detenerlo, ni aun arrojando a su paso bandadas de codornices. Los demonios nunca dejaron de intentar engañarlo para que ordenara sacrificios humanos y justificara las “guerras floridas” que reclamaba su hermano Huitzilopochtli. Pero el amor de Quetzalcóatl por los hombres no le permitió sacrificar en su nombre más que animales, culebras, pavos o mariposas, todos ellos consagrados al Sol.
En su encarnación como Nanahuatzin, un dios tan pobre que sólo podía ofrendarse a sí mismo, se arrojó sin dudar al fuego sagrado. Por ello fue designado para alumbrar el día, mientras que su competidor, generoso en ofrendas pero temeroso de las llamas, sólo alcanzó el rango de Luna. Por su cobardía, otro dios le tiró a la cara un conejo. Quien quiera verlo, sólo tiene que esperar que salga la Luna y contemplar su rostro, marcado para siempre
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